Paola (nombre ficticio para proteger su identidad) escanea el río con la mirada. Sus compañeros -un grupo de seis adultos, cinco niños y un bebé en brazos- ya están dentro. El agua les llega hasta la cintura. «Estoy nerviosa, pero yo vine a esto», dice a EFE la joven, antes de cruzar la última frontera en la travesía desde su natal Venezuela a Estados Unidos.
Como ella, miles de personas han decidido pasar irregularmente hacia EE.UU., a pesar de los intentos del Gobierno de Joe Biden por desincentivar y restringir la migración por tierra.
Desde mayo, el mes en el que entraron en vigor una serie de normas que buscaban limitar el acceso al asilo en la frontera, más de 800.000 individuos han sido detenidos por las autoridades estadounidenses en la frontera sur, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP).
Al cruzar al otro lado de la orilla, metros de concertina, un alambre con afiladas cuchillas rectangulares, y decenas de contenedores dispuestos uno al lado del otro les dan la bienvenida a esta zona de Texas. Los hombres del grupo con el que viene Paola se quitan las camisas y las colocan sobre el alambre, para evitar cortarse.
No pasa mucho tiempo antes de que las autoridades, tanto la Patrulla Fronteriza como el Departamento de Seguridad Pública del estado, se acerquen. Una agente agarra un palo largo de madera y los ayuda a salir del río, para luego subirlos a una camioneta blanca.
«Qué vamos a hacer acá»
La ciudad fronteriza, de más de 160.000 habitantes, tiene solo un refugio activo y está a reventar. Su directora, una monja franciscana originaria de El Salvador, relata que cada día llegan unas 300 personas y el espacio, un antiguo colegio, tiene capacidad nada más que para 100.
«No tenemos las condiciones para la cantidad de personas que vienen», dice la hermana Isabel Turcios, una mujer bajita, con lentes austeros, sin marco. «Lo que nos preocupa es que ya viene el frío y la gente no se va a poder quedar en los patios como en la época de calor», augura.
En la Casa del Migrante, como se llama el albergue, las personas se sientan donde pueden: en el piso, en el césped y sobre lo que alguna vez fue una cancha de fútbol. Los niños corretean y algunos jóvenes limpian la entrada con un par de escobas y un balde de agua.
Héctor (nombre ficticio) lleva una noche en el refugio y dice que no ha podido dormir. Es de Venezuela pero vivió en Perú por 5 años y cuenta que decidió irse a EE.UU. porque el dinero que hacía no le alcanzaba para vivir: «Pasaba 16, 15 horas trabajando al día, haciendo ‘delivery’ y casi ni podía pagar el arriendo».
Consiguió una cita en la aplicación móvil CBP One, creada por el Gobierno de Joe Biden para promover la «migración legal», para finales de octubre. Su esposa no ha conseguido una. «Es una lotería», dice el venezolano.
«Por eso es que queremos cruzar ya, qué vamos a hacer acá, esto es muy peligroso y ya no tenemos plata», detalla.
A Luis y su esposa, que viajan con su hijo de un año y medio, los robaron en el tren de carga en el que vinieron desde Torreón a Piedras Negras. «Nos quitaron todo lo que teníamos y nos dejaron sin un solo peso», dice el hombre, también venezolano, del estado de Barinas, «estamos ya cansados y vamos a entregarnos».
Las políticas de disuasión «no funcionan»
Para mitigar la migración, el Gobierno demócrata impuso en mayo una mezcla de medidas restrictivas y «nuevas vías» de migración legal. Hay 1.450 citas de CBP One diarias en toda la frontera, que permiten a las personas acercarse a un puerto de entrada y solicitar asilo.
Sin embargo, explica a EFE Adam Isaacson, de la organización WOLA, con sede en Washington, esto no es suficiente ante la cantidad de personas que están en movimiento y las que llegan a la frontera.
«No creo que se pueda disuadir la migración ahora mismo. Pienso que las personas están tan desesperadas por irse, que lo único que se puede hacer es contenerla por un tiempo», dice el experto.
Los datos lo ilustran: tras la imposición de las nuevas normas, el número de arrestos mensuales en la frontera bajó en junio para luego aumentar por tres meses consecutivos en julio, agosto y septiembre.
Las personas que llegan a México, como Luis o como Héctor, no van a esperar mucho tiempo por una cita, ante la amenaza de la violencia, la «falta de servicios» y con poco dinero, asegura Ari Sawyer, de la organización Humans Right Watch.
«Mientras que las políticas del actual gobierno sigan enfocadas solo en disuadir, verdaderamente están destinadas a fracasar», sentencia.EFE