Hace más de treinta años, un grupo de familias llegó a una parcela de tierra al borde de la parroquia Chirica, cargando solo con una pala, una chicura y láminas de zinc. Su sueño era simple, pero enorme, tener un techo propio, de esta forma nace Brisas de Caruachi, un modesto barrio que creció lentamente a la vera de la avenida Pedro Palacios Herrera de San Félix.
Actualmente, ese barrio suma cerca de sesenta viviendas. Algunas son casas humildes construidas con zinc, otras más firmes de bloques, pero todas comparten algo doloroso, la ausencia brutal de servicios básicos garantizados por el Estado.
Tienen agua después de las siete de la noche, hasta las seis de la mañana del siguiente día, las calles no cuentan con alumbrado ni pavimento, y la electricidad que consumen llega desde los sectores vecinos, donada a veces por las comunidades aledañas, ya que Corpoelec no ha electrificado oficialmente esta zona.
Entre Brisas de Caruachi y su vecino Francisco de Miranda se extiende una profunda cárcava, una grieta física que simboliza también la brecha social y política.
Los años pasan y con ellos la reiteración de promesas hechas en las alcaldías y gobernaciones votadas por esos mismos habitantes, que hoy ven cómo los servicios públicos siguen siendo una deuda olvidada.
Los fundadores recuerdan aquel espíritu luchador con que cada tabla, cada lámina y cada pequeño gesto construyeron un hogar. Pero también recuerdan la frustración acumulada de vivir en sumisión a la precariedad, asfixiados por la indiferencia de quienes deberían haber velado por el bienestar de todos.
Luego de 25 años
Gregoria Campos llegó hace 25 años a Brisas de Caruachi, proveniente de Valencia, estado Carabobo. Su llegada no fue accidental, sino un movimiento familiar: «Me vine detrás de mis hijas», comenta con la serenidad de quien ha visto mucho.
Ocho hijos la acompañan en su historia; dos de ellas viven a pocos metros de la humilde barraca que ella llama hogar. Una de esas hijas partió hace cinco años rumbo a Brasil, buscando nuevas oportunidades lejos de la precariedad que aún pesa en su comunidad.
Durante cinco años, Gregorio trabajó para una cooperativa ligada a la Alcaldía, encargada del mantenimiento en los mercados. Sin embargo, aquellos días terminaron abruptamente cuando el ayuntamiento decidió disolver la cooperativa, dejando a la deriva a muchos, incluido ella. La incertidumbre se sumó a una realidad ya dura.
Para Campos, una de las mayores urgencias del barrio sigue siendo la electricidad. Aunque el agua llega con cierto horario, entre las siete de la noche y las seis de la mañana, el suministro irregular empeora la vida cotidiana.
La luz, por su parte, es toda una hazaña. Cada vecino tuvo que ingeniárselas para tomar el servicio desde el sector vecino Francisco de Miranda. Se improvisaron postes y cables que atraviesan la inmensa cárcava que separa ambos barrios, una red precaria que mantiene encendidas las pocas bombillas y electrodomésticos que hay.
El agua también proviene de la comunidad vecina, pero las aguas negras son un desafío resuelto con esfuerzo propio. Ellos mismos instalaron tuberías y alcantarillas que descargan en la cárcava, resignados ante la falta de intervención oficial.
Gregorio no oculta su reclamo. Sueña con viviendas dignas, con calles pavimentadas, con una electrificación segura y estable. “No es justo que después de tantos años sigamos con calles y veredas de tierra, y que el cableado sea un riesgo para nosotros mismos”, dice, con la voz de quien sabe que la espera puede ser larga, pero la exigencia es necesaria.
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